MIS AMIGOS LOS LIBROS: Un mundo feliz, por Ancrugon – Julio y Agosto 2012




Actualmente el mundo es estable. La gente es feliz; tiene lo que desea, y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto; está a salvo; nunca está enferma; no teme a la muerte; ignora la pasión y la vejez; no hay padres ni madres que estorben; no hay esposas, ni hijos, ni amores excesivamente fuertes. Nuestros hombres están condicionados de modo que apenas pueden obrar de otro modo que como deben obrar.

Aldous Huxley


Aldous Huxley escribió su novela “Brave new world” (Un mundo feliz, en la edición castellana) en 1932, justo el año en que comenzó la gran hambruna de la recientemente constituida Unión Soviética y cuando en Europa y Japón se desarrollaban las larvas de lo que sería una de las grandes catástrofes de la humanidad: la Segunda Guerra Mundial.

Huxley bosquejó una imagen de la felicidad surgida a partir de la desaparición de la familia como germen social, llegando a plantear las figuras de padre y madre como algo superado, anticuado y antagónico al desarrollo de la población ideal. En una supuesta sociedad perfecta no tenían cabida los sentimientos castrantes ni condicionamientos y así, el amor, como algo exclusivista, estaba terminante prohibido, incluso perseguido, utilizando el sexo como arma de liberación de los instintos gregarios de esos seres humanos de diseño.

Esta fábula pretendía anticipar el desarrollo de una tecnología reproductiva a partir de cultivos humanos a los que se trataba químicamente para que evolucionasen de forma diferente y controlada, sólo dos millones de personas, seres humanos divididos en cinco tipos de castas en las que no importaba el tipo de raza ni sexo sino su condicionamiento mental: Alfa, Beta, Gamma, Delta, Épsilon, las cuales, además, se dividían en Más y Menos, donde el escalón más elevado estaba ocupado por los individuos “Alfa Doble Más”, a quienes se les destinaba como los futuros científicos dominantes, y la más baja los Épsilon Menos, preparados para ser felices como esclavos cuyo trabajo se desarrollaba en las labores más bajas y denigrantes, pero que ellos, gracias a la educación recibida, encontraban liberadoras y reconfortantes ya que estaban libres de responsabilidades.

Para conseguir esta situación, una vez nacidos de sus vientres-probeta, estos seres recibían una educación a través del sueño, o hipnopédica, la cual consistía en aprovechar determinadas fases de la somnolencia donde el cerebro es más sensible a cierto tipo de ondas y estímulos auditivos, funcionando como una esponja donde todo se absorbía y así, cuando el individuo se despertaba, manipulado durante el sueño con mensajes repetitivos, se comportaba según las enseñanzas que se le habían administrado.

“… Me interesa la verdad. Amo la ciencia. Pero la verdad es una amenaza, y la ciencia un peligro público. Tan peligroso como benéfico ha sido. Nos ha proporcionado el equilibrio más estable de la historia. El equilibrio de China fue ridículamente inseguro en comparación con el nuestro; ni siquiera el de los antiguos matriarcados fue tan firme como el nuestro. Gracias, repito, a la ciencia. Pero no podemos permitir que la ciencia destruya su propia obra. Por esto limitamos tan escrupulosamente el alcance de sus investigaciones; por esto estuve a punto de ser enviado a una isla. Sólo le permitimos tratar de los problemas más inmediatos del momento. Todas las demás investigaciones son condenadas a morir en ciernes. Es curioso -prosiguió tras breve pausa- leer lo que la gente que vivía en los tiempos de Nuestro Ford escribía acerca del progreso científico. Al parecer, creían que se podía permitir que siguiera desarrollándose indefinidamente, sin tener en cuenta nada más. El conocimiento era el bien supremo, la verdad el máximo valor; todo lo demás era secundario y subordinado. Cierto que las ideas ya empezaban a cambiar aun entonces. Nuestro Ford mismo hizo mucho por trasladar el énfasis de la verdad y la belleza a la comodidad y la felicidad. La producción en masa exigía este cambio fundamental de ideas. La felicidad universal mantiene en marcha constante las ruedas, los engranajes; la verdad y la belleza, no. Y, desde luego, siempre que las masas alcanzaban el poder político, lo que importaba era más la felicidad que la verdad y la belleza. A pesar de todo, todavía se permitía la investigación científica sin restricciones. La gente seguía hablando de la verdad y la belleza como si fueran los bienes supremos. Hasta que llegó la Guerra de los Nueve Años. Esto les hizo cambiar de estribillo. ¿De qué sirven la verdad, la belleza o el conocimiento cuando las bombas de ántrax llueven del cielo? Después de la Guerra de los Nueve Años se empezó a poner coto a la ciencia. A la sazón, la gente ya estaba dispuesta hasta a que pusieran coto y regularan sus apetitos. Cualquier cosa con tal de tener paz. Y desde entonces no ha cesado el control. La verdad ha salido perjudicada, desde luego. Pero no la felicidad. Las cosas hay que pagarlas. La felicidad tenía su precio. Y usted tendrá que pagarlo, Mr. Watson; tendrá que pagar porque le interesaba demasiado la belleza. A mí me interesaba demasiado la verdad; y tuve que pagar también. …”

Aldous Huxley


La hipótesis del mundo planteado por Huxley se basaba en una utopía, ambigua e irónica, donde se describía una posible sociedad de seres saludables, desenfadados y disfrutando de todos los avances tecnológicos que podamos imaginar, viviendo en una situación idílica donde la guerra, la pobreza y la enfermedad habían sido erradicadas a cambio de eliminar todo lo que suponía una atadura sentimental, como la familia, la diversidad cultural, el arte, la religión y la filosofía: la felicidad a cambio de no pensar…

Este mundo perfecto, surgido tras una guerra devastadora acaecida en el año 2049 de la Era Cristiana, donde las armas químicas destruirían a la mayor parte de la población, nacería de la iniciativa de los nuevos líderes mundiales quienes decidirían imponer las nuevas tecnologías a todo el planeta, menos a la Reserva, creando el Estado Mundial, gobernado por diez Controladores y establecidos en varias ciudades colocadas en climas benignos, dejando algunas islas, como Islandia o las Maldivas, para aquellos ciudadanos que no encajasen por algún motivo dentro de esta sociedad. Por el contrario, habrían quedado algunas áreas aisladas, denominadas “reservas salvajes”, distribuidas por Nuevo México, América del Sur, Samoa y Nueva Guinea. Así mismo, se establecería un nuevo calendario cuyo inicio estaría en 1908, el año en que se fabricó el primer Ford Modelo T, determinando cualquier evento como “a.F.”  (antes de Ford) o “d.F.” (después de Ford).

La tecnología sería la base de la vida en este Estado Mundial, por ejemplo, en el deporte, en los que ¡se utilizarían diversos artefactos: “tenis superficial”, “golf electromagnético”… que mantendrían en pleno rendimiento las fábricas del planeta. O en el cine, donde se utilizarían unos sillones en los que el espectador percibiría las sensaciones de los actores. Así mismo serían tecnológicos los libros, la música sintética, los instrumentos musicales y de color… y la ropa, fabricada de acetato, que se ajustaría al cuerpo y les daría gran elasticidad. Existirían chicles con hormonas sexuales, máquinas de relajación y sobre todo, el “soma”, una droga oficial y obligatoria para superaría cualquier tipo de depresión, en la que un sólo gramo curaría diez sentimientos melancólicos y tendría todas las ventajas de la religión y el alcohol sin ninguno de sus efectos secundarios. Las personas se muoverían de un lugar a otro mediante helicópteros o monorraíles de gran velocidad y, para los desplazamientos largos, aviones con aspecto de naves espaciales. Los niños nacerían en criaderos, allí se condicionarían los embriones envasados al calor y se les inmunizaría contra las enfermedades y se les predestinaría para su función social. Posteriormente, una vez nacidos, entraría en juego la hipnopedia para predestinarlos a sus diferentes roles.


“En la excitación que le producía el hecho de conocer a un hombre que había leído a Shakespeare, había olvidado momentáneamente todo lo demás. El Interventor se encogió de hombros.
—Porque es antiguo; ésta es la razón principal. Aquí las cosas antiguas no nos son útiles.
—¿Aunque sean bellas?
—Especialmente cuando son bellas. La belleza ejerce una atracción, y nosotros no queremos que la gente se sienta atraída por cosas antiguas. Queremos que les gusten las nuevas.
—¡Pero si las nuevas son horribles, estúpidas! ¡Esas películas en las que sólo salen helicópteros y el público siente cómo los actores se besan! —John hizo una mueca—. ¡Cabrones y monos! Sólo en estas palabras de Otelo encontraba el vehículo adecuado para expresar su desprecio y su odio.
—En todo caso, animales inofensivos —murmuró el Interventor, a modo de paréntesis.
—¿Por qué, en lugar de esto, no les permite leer Otelo?
—Ya se lo he dicho: es antiguo. Además, no lo entenderían.
Sí, esto era cierto. John recordó cómo se había reído Helmholtz ante la lectura de Romeo y Julieta.
—Bueno, pues entonces —dijo tras una pausa—, algo nuevo que sea por el estilo de Otelo y que ellos puedan comprender.
—Esto es lo que todos hemos estado deseando escribir —dijo Helmholtz, rompiendo su prolongado silencio.
—Y esto es lo que ustedes nunca escribirán —dijo el Interventor—. Porque si fuese algo parecido a Otelo, nadie lo entendería, por más nuevo que fuese. Y si fuese nuevo, no podría parecerse a Otelo”.

Aldous Huxley


El sexo sería un ejercicio saludable y recomendado, pero habría que tener cuidado no realizarlo repetidas veces con la misma persona no fueran a ser acusado de inmoral, porque el amor y los sentimientos estarían mal vistos. Sin embargo, existiría la cara opuesta, la unión con un pasado que se pretendía olvidar: “la Reserva Salvaje” (Malpaís), donde vivirían los zuñi (indios pueblo), seres totalmente ajenos al Mundo Feliz y que conservarían las costumbres y la moral tradicionales, y un personaje clave: “John el Salvaje”, un error del sistema pues era el resultado de una relación de amor entre un Alfa y una salvaje y no hanía nacido de una probeta sino de una mujer.


-Claro que lo es. La felicidad real siempre aparece escuálida por comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha. Y, naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho, tan espectacular como la inestabilidad. Estar satisfecho de todo no posee el encanto que supone mantener una lucha justa contra la infelicidad, ni el pintoresquismo del combate contra la tentación o contra una pasión fatal o una duda. La felicidad nunca tiene grandeza.

Aldous Huxley


A parte de éste, hay otros dos personajes esenciales: Bernard Marx, cuyo nombre procede de la simbiosis de Bernad Shaw, un escritor anticensura, y Karl Marx, y Lenina Crowne, cuyo nombre deriva claramente de Lenin. Estos dos personajes son totalmente opuestos, pues mientras ella es la perfecta ciudadana, feliz, neumática y adaptable, él parece un hombre descontento, inadaptado, lleno de dudas y preguntas y dispuesto a conocer la verdad de las cosas e ir más allá de todo.

La novela se divide en dos partes, la primera nos presenta el Mundo Feliz en todos su detalles y su forma de vida, sin embargo, la segunda comienza con una visita a la Reserva Salvaje del Malpaís y, a partir de este momento, se desencadena una serie de acontecimientos que no voy a desvelar porque espero que sean los lectores quienes lo hagan…

“Un mundo feliz” es una historia repleta de simbolismos que iremos descubriendo a medida que avancemos en su lectura, pero sobre todos destaca la lucha entre la verdad y la ficción que cada ser humano lleva dentro de sí mismo, el mito platónico de la felicidad por la esclavitud, el terror del ser humano a descubrirse tal como es, lo cual nos conduce hacia el mensaje implícito que el autor quiso demostrar.

Porque Aldous Huxley, nacido en Godalming, Surrey, Inglaterra, un 26 de julio de 1894, se consideraba un anarquista convencido cuya extensa obra: novelas, ensayos, cuentos, poesías, libros de viajes y guiones, estuvo siempre al servicio de la crítica sobre los roles sociales reconocidos y establecidos de su época, intentando derribar o, por lo menos, ridiculizar las normas y los ideales de una sociedad caduca que, pocos años después de editar esta novela, le daría la razón con el cataclismo de la Segunda Guerra Mundial. Su educación, sin embargo, fue de lo más tradicional pasando por las más prestigiosas instituciones británicas, pero su espíritu rebelde y libre le incapacitaron para convertirse en el típico gentelman inglés y escapó a tierras americanas, donde fue considerado como un líder del pensamiento moderno. Allí moriría, en la ciudad de Los Ángeles, el 22 de noviembre de 1963, dejando a la humanidad la herencia de sus trabajos, como la novela que nos ocupa.

“Un mundo feliz” tuvo bastantes influencias del pensamiento transhumanista de “Las partículas elementales”, del novelista Michel Houellebecq y, a su vez, influenció en diferentes obras posteriores, como, y primer lugar, “La isla” del mismo Aldous o la serie de la gran pantalla “The Matrix”, entre otras.

Para finalizar diremos que existen dos versiones cinematográficas de esta obra. La primera data de 1980 y es una producción de la BBC para televisión, está dirigida por Burt Brinckerhoff y tiene como principales artistas a Kristoffer Tabori, Bud Cort, Keir Dullea, Julie Cobb, Ron O’Neal y Marcia Strassman:

En 1998 se estrena una producción norteamericana dirigida por Leslie Libman y Larry Williams, con Peter Gallagher, Leonard Nimoy, Sally Kirkland, Rya Kihlstedt y Tim Guinee en los principales papeles:


 
Y como conclusión, nada mejor que iniciarnos en la lectura de esta apasionante novela con el regalo de su primer capítulo:


Un mundo feliz
Aldous Huxley

CAPÍTULO I

Un edificio gris, achaparrado, de sólo treinta y cuatro plantas. Encima de la entrada principal las palabras: Centro de Incubación y Condicionamiento de la Central de Londres, y, en un escudo, la divisa del Estado Mundial: Comunidad, Identidad, Estabilidad.
La enorme sala de la planta baja se hallaba orientada hacia el Norte. Fría a pesar del verano que reinaba en el exterior y del calor tropical de la sala, una luz cruda y pálida brillaba a través de las ventanas buscando ávidamente alguna figura yacente amortajada, alguna pálida forma de académica carne de gallina, sin encontrar más que el cristal, el níquel y la brillante porcelana de un laboratorio. La invernada respondía a la invernada. Las batas de los trabajadores eran blancas, y éstos llevaban las manos embutidas en guantes de goma de un color pálido, como de cadáver. La luz era helada, muerta, fantasmal. Sólo de los amarillos tambores de los microscopios lograba arrancar cierta calidad de vida, deslizándose a lo largo de los tubos y formando una dilatada procesión de trazos luminosos que seguían la larga perspectiva de las mesas de trabajo.
—Y ésta —dijo el director, abriendo la puerta— es la Sala de Fecundación.
Inclinados sobre sus instrumentos, trescientos Fecundadores se hallaban
entregados a su trabajo, cuando el director de Incubación y Condicionamiento entró en la sala, sumidos en un absoluto silencio, sólo interrumpido por el distraído canturreo o silboteo solitario de quien se halla concentrado y abstraído en su labor. Un grupo de estudiantes recién ingresados, muy jóvenes, rubicundos e imberbes, seguía con excitación, casi abyectamente, al director, pisándole los talones. Cada uno de ellos llevaba un bloc de notas en el cual, cada vez que el gran hombre hablaba, garrapateaba desesperadamente. Directamente de labios de la ciencia personificada. Era un raro privilegio. El D.I.C. de la central de Londres tenía siempre un gran interés en acompañar personalmente a los nuevos alumnos a visitar los diversos departamentos.
—Sólo para darles una idea general —les explicaba.
Porque, desde luego, alguna especie de idea general debían tener si habían de llevar a cabo su tarea inteligentemente; pero no demasiado grande si habían de ser buenos y felices miembros de la sociedad, a ser posible. Porque los detalles, como todos sabemos, conducen a la virtud y la felicidad, en tanto que las generalidades son intelectualmente males necesarios. No son los filósofos sino los que se dedican a la marquetería y los coleccionistas de sellos los que constituyen la columna vertebral de la sociedad.
—Mañana —añadió, sonriéndoles con campechanía un tanto amenazadora— empezarán ustedes a trabajar en serio. Y entonces no tendrán tiempo para generalidades. Mientras tanto...
Mientras tanto, era un privilegio. Directamente de los labios de la ciencia
personificada al bloc de notas. Los muchachos garrapateaban como locos.
Alto y más bien delgado, muy erguido, el director se adentro por la sala. Tenía el mentón largo y saliente, y dientes más bien prominentes, apenas cubiertos, cuando no hablaba, por sus labios regordetes, de curvas floreadas. ¿Viejo? ¿Joven? ¿Treinta? ¿Cincuenta? ¿Cincuenta y cinco? Hubiese sido difícil decirlo. En todo caso la cuestión no llegaba siquiera a plantearse; en aquel año de estabilidad, el 632 después de Ford, a nadie se le hubiese ocurrido preguntarlo.
—Empezaré por el principio —dijo el director.
Y los más celosos estudiantes anotaron la intención de director en sus blocs de notas: Empieza por el principio.
—Esto —siguió el director, con un movimiento de la mano— son las incubadoras. —Y abriendo una puerta aislante les enseñó hileras y más hileras de tubos de ensayo numerados—. La provisión semanal de óvulos —explicó—. Conservados a la temperatura de la sangre; en tanto que los gametos masculinos —y al decir esto abrió otra puerta— deben ser conservados a treinta y cinco grados de temperatura en lugar de treinta y siete.
La temperatura de la sangre esteriliza.
Los moruecos envueltos en termógeno no engendran corderillos.
Sin dejar de apoyarse en las incubadoras, el director ofreció a los nuevos alumnos, mientras los lápices corrían ilegiblemente por las páginas, una breve descripción del moderno proceso de fecundación. Primero habló, naturalmente, de sus prolegómenos quirúrgicos, la operación voluntariamente sufrida para el bien de la Sociedad, aparte el hecho de que entraña una prima equivalente al salario de seis meses; prosiguió con unas notas sobre la técnica de conservación de los ovarios extirpados de forma que se conserven en vida y se desarrollen activamente; pasó a hacer algunas consideraciones sobre la temperatura, salinidad y viscosidad óptimas; prendidos y maduros; y, acompañando a sus alumnos a las mesas de trabajo, les enseñó en la práctica cómo se retiraba aquel licor de los tubos de ensayo; cómo se vertía, gota a gota, sobre placas de microscopio especialmente caldeadas; cómo los óvulos que contenía eran inspeccionados en busca de posibles anormalidades, contados y trasladados a un recipiente poroso; cómo (y para ello los llevó al sitio donde se realizaba la operación) este recipiente era sumergido en un caldo caliente que contenía espermatozoos en libertad, a una concentración mínima de cien mil por centímetro cúbico, como hizo constar con insistencia; y cómo, al cabo de diez minutos, el recipiente era extraído del caldo y su contenido volvía a ser examinado; cómo, si algunos de los óvulos seguían sin fertilizar, era sumergido de nuevo, y, en caso necesario, una tercera vez; cómo los óvulos fecundados volvían a las incubadoras, donde los Alfas y los Betas permanecían hasta que eran definitivamente embotellados, en tanto que los Gammas, Deltas y Epsilones eran retirados al cabo de sólo treinta y seis horas, para ser sometidos al
método de Bokanowsky.
—El método de Bokanowsky —repitió el director.
Y los estudiantes subrayaron estas palabras.
Un óvulo, un embrión, un adulto: la normalidad. Pero un óvulo boklanovskificado prolifera, se subdivide. De ocho a noventa y seis brotes, y cada brote llegará a formar un embrión perfectamente constituido y cada embrión se convertirá en un adulto normal. Una producción de noventa y seis seres humanos donde antes sólo se conseguía uno. Progreso.
—En esencia —concluyó el D. I. C.—, la bokanowskiflcación consiste en una serie de paros del desarrollo. Controlamos el crecimiento normal, y paradójicamente, el óvulo reacciona echando brotes.
Reacciona echando brotes. Los lápices corrían.
El director señaló a un lado. En una ancha cinta que se movía con gran lentitud, un porta tubos enteramente cargado se introducía en una vasta caja de metal, de cuyo extremo emergía otro porta tubos igualmente repleto. El mecanismo producía un débil zumbido. El director explicó que los tubos de ensayo tardaban ocho minutos en atravesar aquella cámara metálica. Ocho minutos de rayos X era lo máximo que los óvulos podían soportar. Unos pocos morían; de los restantes, los menos aptos se dividían en dos; después a las incubadoras, donde los nuevos brotes empezaban a
desarrollarse; luego, al cabo de dos días, se les sometía a un proceso de congelación y se detenía su crecimiento. Dos, cuatro, ocho, los brotes, a su vez, echaban nuevos brotes; después se les administraba una dosis casi letal de alcohol; como consecuencia de ello, volvían a subdividirse —brotes de brotes de brotes— y después se les dejaba desarrollar en paz, puesto que una nueva detención en su crecimiento solía resultar fatal. Pero, a aquellas alturas, el óvulo original se había convertido en un número de embriones que oscilaba entre ocho y noventa y seis, un prodigioso adelanto, hay que reconocerlo, con respecto a la Naturaleza. Mellizos idénticos, pero no en ridículas parejas, o de tres en tres, como en los viejos tiempos vivíparos, cuando un óvulo se escindía de vez en cuando, accidentalmente; mellizos por docenas, por veintenas a un tiempo.
—Veintenas —repitió el director; y abrió los brazos como distribuyendo generosas dádivas—. Veintenas.
Pero uno de los estudiantes fue lo bastante estúpido para preguntar en qué consistía la ventaja,
—¡Pero, hijo mío! —exclamó el director, volviéndose bruscamente hacia él—. ¿De veras no lo comprende? ¿No puede  comprenderlo? —Levantó una mano, con expresión solemne—. El Método Bokanowsky es uno de los mayores instrumentos de la estabilidad social.
Uno de los mayores instrumentos de la estabilidad social.
Hombres y mujeres estandardizados, en grupos uniformes. Todo el personal de una fábrica podía ser el producto de un solo óvulo bokanowskificado.
—¡Noventa y seis mellizos trabajando en noventa y seis máquinas idénticas! —La voz del director casi temblaba de entusiasmo—. Sabemos muy bien adónde vamos. Por primera vez en la historia. —Citó la divisa planetaria: Comunidad, Identidad, Estabilidad. —Grandes palabras—. Si pudiéramos bokanowskificar indefinidamente, el problema estaría resuelto.
Resuelto por Gammas en serie, Deltas invariables, Epsilones uniformes. Millones de mellizos idénticos. El principio de la producción en masa aplicado, por fin, a la biología.
—Pero, por desgracia —añadió el director—, no podemos bokanowskificar
indefinidamente.
Al parecer, noventa y seis era el límite, y setenta y dos un buen promedio. Lo más que podían hacer, a falta de poder realizar aquel ideal, era manufacturar tantos grupos de mellizos idénticos como fuese posible a partir del mismo ovario y con gametos del mismo macho. Y aun esto era difícil.
—Porque, por vías naturales, se necesitan treinta años para que doscientos óvulos alcancen la madurez. Pero nuestra tarea consiste en estabilizar la población en este momento, aquí y ahora. ¿De qué nos serviría producir mellizos con cuentagotas a lo largo de un cuarto de siglo?
Evidentemente, de nada. Pero la técnica de Podsnap había acelerado inmensamente el proceso de la maduración. Ahora cabía tener la seguridad de conseguir como mínimo ciento cincuenta óvulos maduros en dos años. Fecundación y bokanowskiflcación —es decir, multiplicación por setenta y dos—, aseguraban una producción media de casi once mil hermanos y hermanas en ciento cincuenta grupos de mellizos idénticos; y todo ello en el plazo de dos años.
—Y, en casos excepcionales, podemos lograr que un solo ovario produzca más de quince mil individuos adultos.
Volviéndose hacia un joven rubio y coloradote que en aquel momento pasaba por allá, lo llamó:
—Mr. Foster. ¿Puede decimos cuál es la marca de un solo ovario, Mr. Foster?
—Dieciséis mil doce en este Centro —contestó Mr. Foster sin vacilar. Hablaba con gran rapidez, tenía unos ojos azules muy vivos, y era evidente que le producía un intenso placer citar cifras—. Dieciséis mil doce, en ciento ochenta y nueve grupos de mellizos idénticos. Pero, desde luego, se ha conseguido mucho más —prosiguió atropelladamente— en algunos centros tropicales. Singapur ha producido a menudo más de dieciséis mil quinientos; y Mombasa ha alcanzado la marca de los diecisiete mil. Claro que tienen muchas ventajas sobre nosotros. ¡Deberían ustedes ver cómo reacciona un ovario de negra a la pituitarial Es algo asombroso, cuando uno está acostumbrado a trabajar con material europeo. Sin embargo —agregó, riendo (aunque en sus ojos brillaba el fulgor del combate y avanzaba la barbilla retadoramente)—, sin embargo, nos proponemos batirles, si podemos. Actualmente estoy trabajando en un maravilloso ovario Delta-menos. Sólo cuenta dieciocho meses de antigüedad. Ya ha producido doce mil setecientos hijos, decantados o en embrión. Y sigue fuerte. Todavía les ganaremos.
—¡Éste es el espíritu que me gusta! —exclamó el director; y dio unas palmadas en el hombro de Mr. Foster—. Venga con nosotros y permita a estos muchachos gozar de los beneficios de sus conocimientos de experto.
Mr. Foster sonrió modestamente.
—Con mucho gusto —dijo.
Y siguieron la visita. En la Sala de Envasado reinaba una animación armoniosa y una actividad ordenada. Trozos de peritoneo de cerda, cortados ya a la medida adecuada, subían disparados en pequeños ascensores, procedentes del Almacén de órganos de los sótanos. Un zumbido, después un chasquido, y las puertas del ascensor se abrían de golpe; el Forrador de Envases sólo tenía que alargar la mano, coger el trozo, introducirlo en el frasco, alisarlo, y antes de que el envase debidamente forrado por el interior se hallara fuera de su alcance, transportado por la cinta sin fin, un zumbido, un chasquido, y otro trozo de peritoneo era disparado desde las profundidades, a punto para ser deslizado en el interior de otro frasco, el siguiente de aquella lenta procesión que la cinta transportaba.
Después de los Forradores había los Matriculadores. La procesión avanzaba; uno a uno, los óvulos pasaban de sus tubos de ensayo a unos recipientes más grandes; diestramente, el forro de peritoneo era cortado, la morula situada en su lugar, vertida la solución salina... y ya el frasco había pasado y les llegaba la vez a los etiquetadores. Herencia fecha de fertilización, grupo de Bokanowsky al que pertenecía, todos estos detalles pasaban del tubo de ensayo al frasco. Sin anonimato ya, con sus nombres a través de una abertura de la pared, hacia la Sala de Predestinación Social.
—Ochenta y ocho metros cúbicos de fichas —dijo Mr. Foster, satisfecho, al entrar.
—Que contienen toda la información de interés —agregó el director.
—Puestas al día todas las mañanas.
—Y coordinadas todas las tardes.
—En las cuales se basan los cálculos.
—Tantos individuos, de tal y tal calidad —dijo Mr. Foster.
—Distribuidos en tales y tales cantidades.
—El óptimo porcentaje de Decantación en cualquier momento dado.
—Permitiendo compensar rápidamente las pérdidas imprevistas.
—Rápidamente —repitió Mr. Foster—. ¡Si supieran ustedes la cantidad de horas extras
que tuve que emplear después del último terremoto en el Japón!
Rió de buena gana y movió la cabeza.
—Los Predestinadores envían sus datos a los Fecundadores.
—Quienes les facilitan los embriones que solicitan.
—Y los frascos pasan aquí para ser predestinados concretamente.
—Después de lo cual vuelven a ser enviados al Almacén de Embriones.
—Adonde vamos a pasar ahora mismo.
Y, abriendo una puerta, Mr. Foster inició la marcha hacia una escalera que descendía al sótano.
La temperatura seguía siendo tropical. El grupo penetró en un ambiente iluminado con una luz crepuscular. Dos puertas y un pasadizo con un doble recodo aseguraban al sótano contra toda posible infiltración de la luz.
—Los embriones son como la película fotográfica —dijo Mr. Foster, jocosamente, al tiempo que empujaba la segunda puerta—. Sólo soportan la luz roja.
Y, en efecto, la bochornosa oscuridad en medio de la cual los estudiantes le seguían ahora era visible y escarlata como la oscuridad que se divisa con los ojos cerrados en plena tarde veraniega. Los voluminosos estantes laterales, con sus hileras interminables de botellas, brillaban como cuajados de rubíes, y entre los rubíes se movían los espectros rojos de mujeres y hombres con los ojos purpúreos y todos los síntomas del lupus. El zumbido de la maquinaria llenaba débilmente los aires.
—Déles unas cuantas cifras, Mr. Foster —dijo el director, que estaba cansado de hablar.
A Mr. Foster le encantó darles unas cuantas cifras.
Doscientos veinte metros de longitud, doscientos de anchura y diez de altura. Señaló hacia arriba. Como gallinitas bebiendo agua, los estudiantes levantaron los ojos hacia el elevado techo.
Tres grupos de estantes: a nivel del suelo, primera galería y segunda galería.
La telaraña metálica de las galerías se perdía a lo lejos, en todas direcciones, en la oscuridad. Cerca de ellas, tres fantasmas rojos se hallaban muy atareados descargando damajuanas de una escalera móvil.
La escalera que procedía de la Sala de Predestinación Social.
Cada frasco podía ser colocado en uno de los quince estantes, cada uno de los cuales, aunque a simple vista no se notaba, era un tren que viajaba a razón de trescientos treinta y tres milímetros por hora. Doscientos sesenta y siete días, a ocho metros diarios. Dos mil ciento treinta y seis metros en total. Una vuelta al sótano a nivel del suelo, otra en la primera galería, media en la segunda, y, la mañana del día doscientos sesenta y siete, luz de día en la Sala de Decantación. La llamada existencia independiente.
—Pero en el intervalo —concluyó Mr. Foster nos las hemos arreglado para hacer un montón de cosas con ellos. Ya lo creo, un montón de cosas.
—Éste es el espíritu que me gusta —volvió a decir el director—. Demos una vueltecita. Cuénteselo usted todo, Mr. Foster.
Y Mr. Foster se lo contó todo.
Les habló del embrión que se desarrollaba en su lecho de peritoneo. Les dio a probar el rico sucedáneo de la sangre con que se alimentaba. Les explicó por qué había de estimularlo con placentina y tiroxina. Les habló del extracto de  corpus luteum. Les enseñó las mangueras por medio de las cuales dicho extracto era inyectado automáticamente cada doce metros, desde cero hasta 2.040. Habló de las dosis gradualmente crecientes de pituitaria administradas durante los noventa y seis metros últimos del recorrido. Describió la circulación materna artificial instalada en cada frasco, en el metro ciento doce, les enseñó el depósito de sucedáneo de la sangre, la bomba centrífuga que mantenía al líquido en movimiento por toda la placenta y lo hacía pasar a través del pulmón sintético y el filtro de los desperdicios. Se refirió a la molesta tendencia del embrión a la anemia, a las dosis masivas de extracto de estómago de cerdo y de hígado de potro fetal que, en consecuencia, había que administrar.
Les enseñó el sencillo mecanismo por medio del cual, durante los dos últimos metros de cada ocho, todos los embriones eran sacudidos simultáneamente para que se acostumbraran al movimiento. Aludió a la gravedad del llamado trauma de la decantación y enumeró las precauciones que se tomaban para reducir al mínimo, mediante el adecuado entrenamiento del embrión envasado, tan peligroso shock. Les habló de las pruebas de sexo llevadas a cabo en los alrededores del metro doscientos. Explicó el sistema de etiquetaje: una T para los varones, un círculo para las hembras, y un signo de interrogación negro sobre fondo blanco para los destinados  a hermafroditas.
—Porque, desde luego —dijo Mr. Foster—, en la gran mayoría de los casos la fecundidad no es más que un estorbo. Un solo ovario fértil de cada mil doscientos bastaría para nuestros propósitos. Pero queremos poder elegir a placer. Y, desde luego, conviene siempre dejar un buen margen de seguridad. Por esto permitimos que hasta un treinta por ciento de embriones hembra se desarrollen normalmente. A los demás les administramos una dosis de hormona sexual femenina cada veinticuatro metros durante lo que les queda de trayecto. Resultado: son decantados como hermafroditas, completamente normales en su estructura, excepto —tuvo que reconocer— que tienen una ligera tendencia a echar barba, pero estériles. Con una esterilidad garantizada. Lo cual nos conduce por fin —prosiguió Mr. Foster— fuera del reino de la mera imitación servil de la Naturaleza para pasar al mundo mucho más interesante de la invención humana.
Se frotó las manos. Porque, desde luego, ellos no se limitaban meramente a incubar embriones; cualquier vaca podría hacerlo.
—También predestinamos y condicionamos. Decantamos nuestros críos como seres humanos socializados, como Alfas o Epsilones, como futuros poceros o futuros... —Iba a decir futuros Interventores Mundiales, pero rectificando a tiempo, dijo— ... futuros Directores de Incubadoras.
El director agradeció el cumplido con una sonrisa.
Pasaban en aquel momento por el metro 320 del Estante nº 11. Un joven Beta-menos, un mecánico, estaba atareado con un destornillador y una llave inglesa, trabajando en la bomba de sucedáneo de la sangre de una botella que pasaba. Cuando dio vuelta a las tuercas, el zumbido del motor eléctrico se hizo un poco más grave. Bajó más aún, y un poco más.., Otra vuelta a la llave inglesa, una mirada al contador de revoluciones, y terminó su tarea. El hombre retrocedió dos pasos en la hilera e inició el mismo proceso en la bomba del frasco siguiente.
—Está reduciendo el número de revoluciones por minuto —explicó Mr. Foster—. El sucedáneo circula más despacio; por consiguiente, pasa por el pulmón a intervalos más largos; por tanto, aporta menos oxígeno al embrión. No hay nada como la escasez de oxígeno para mantener a un. embrión por debajo de lo normal.
Y volvió a frotarse las manos.
—¿Y para qué quieren mantener a un embrión por debajo de lo normal? —preguntó un estudiante ingenuo.
—¡Estúpido! —exclamó el director, rompiendo un largo silencio—. ¿No se le ha ocurrido pensar que un embrión de Epsilon debe tener un ambiente Epsilon y una herencia Epsilon también?
Evidentemente, no se le había ocurrido. Quedó abochornado.
—Cuanto más baja es la casta —dijo Mr. Foster—, menos debe escasear el oxígeno. El primer órgano afectado es el cerebro. Después el esqueleto. Al setenta por ciento del oxígeno normal se consiguen enanos. A menos del setenta, monstruos sin ojos. Que no sirven para nada —concluyó Mr. Foster.
En cambio (y su voz adquirió un tono confidencial y excitado), si lograran descubrir una técnica para abreviar el período de maduración, ¡qué gran triunfo, qué gran beneficio para la sociedad!
—Piensen en el caballo —dijo.
Los alumnos pensaron en el caballo.
El caballo alcanza la madurez a los seis años; el elefante, a los diez. En tanto que el hombre, a los trece años aún no está sexualmente maduro, y sólo a los veinte alcanza el pleno conocimiento. De ahí la inteligencia humana, fruto de este desarrollo retardado.
—Pero en los Epsilones —dijo Mr. Foster, muy acertadamente— no necesitamos inteligencia humana.
No la necesitaban, y no la fabricaban. Pero, aunque la mente de un Epsilon alcanzaba la madurez a los diez años, el cuerpo del Epsilon no era apto para el trabajo hasta los dieciocho. Largos años de inmadurez superflua y perdida. Si el desarrollo físico pudiera acelerarse hasta que fuera tan rápido, digamos, como el de una vaca, ¡qué enorme ahorro para la comunidad!
—¡Enorme! —murmuraron los estudiantes.
El entusiasmo de Mr. Foster era contagioso.
Después se puso más técnico; habló de una coordinación endocrino anormal que era la causa de que los hombres crecieran tan lentamente, y sostuvo que esta anormalidad se debía a una mutación germinal. ¿Cabía destruir los efectos de esta mutación germinal? ¿Cabía devolver al individuo Epsilon, mediante una técnica adecuada, a la normalidad de los perros y de las vacas? Este era el problema.
Pilkinton, en Mombasa, había producido individuos sexualmente maduros a los cuatro años y completamente crecidos a los seis y medio. Un triunfo científico. Pero socialmente inútil. Los hombres y las mujeres de seis años eran demasiado estúpidos, incluso para realizar el trabajo de un Epsilon.
Y el método era de los del tipo todo o nada; o no se lograba modificación alguna, o tal modificación era en todos los sentidos. Todavía estaban luchando por encontrar el compromiso ideal entre adultos de veinte años y adultos de seis. Y hasta entonces sin éxito.
Su ronda a través de la luz crepuscular escarlata les había llevado a las proximidades del metro 170 del Estante 9. A partir de aquel punto, el Estante 9 estaba cerrado, y los frascos realizaban el resto de su viaje en el interior de una especie de túnel, interrumpido de vez en cuando por unas aberturas de dos o tres metros de anchura.
—Condicionamiento con respecto al calor —explicó Mr. Foster.
Túneles calientes alternaban con túneles fríos. El frío se aliaba a la incomodidad en la forma de intensos rayos X. En el momento de su decantación, los embriones sentían horror por el frío. Estaban predestinados a emigrar a los trópicos, a ser mineros, tejedores de seda al acetato o metalúrgicos. Más adelante, enseñarían a sus mentes a apoyar el criterio de su cuerpo.
—Nosotros los condicionamos de modo que tiendan hacia el calor —concluyo Mr. Foster—. Y nuestros colegas de arriba les enseñarán a amarlo.
—Y éste —intervino el director sentenciosamente—, éste es el secreto de la felicidad y la virtud: amar lo que uno tiene que hacer. Todo condicionamiento tiende a esto: a lograr que la gente ame su inevitable destino social.
En un boquete entre dos túneles, una enfermera introducía una jeringa larga y fina en el contenido gelatinoso de un frasco que pasaba. Los estudiantes y sus guías permanecieron observándola unos momentos.
—Muy bien, Lenina —dijo Mr. Foster cuando, al fin, la joven retiró la jeringa y se incorporó.
La muchacha se volvió, sobresaltada. A pesar del lapsus y de los ojos de púrpura, se advertía que era excepcionalmente hermosa.
Su sonrisa, roja también, voló hacia él, en una hilera de rojos dientes.
—Encantadora, encantadora —murmuró el director.
Y, dándole una o dos palmaditas, recibió en correspondencia una sonrisa deferente, a él destinada.
—¿Qué les da? —preguntó Mr. Foster, procurando adoptar un tono estrictamente profesional. —Lo de siempre: el tifus y la enfermedad del sueño.
—Los trabajadores del trópico empiezan a ser inoculados en el metro 150 —explicó Mr. Foster a los estudiantes—. Los embriones todavía tienen agallas. Inmunizamos al pez contra las enfermedades del hombre futuro. —Luego, volviéndose a Lenina, añadió—: A las cinco menos diez, en el tejado, esta tarde, como de costumbre.
—Encantadora —dijo el director una vez más.
Y, con otra palmadita, se alejó en pos de los otros.
En el estante número 10, hileras de la próxima generación de obreros químicos eran sometidos a un tratamiento para acostumbrarlos a tolerar el plomo, la sosa cáustica, el asfalto, la clorina... El primero de una hornada de doscientos cincuenta mecánicos de cohetes aéreos en embrión pasaba en aquel momento por el metro mil cien del estante 3. Un mecanismo especial mantenía sus envases en constante rotación.
—Para mejorar su sentido del equilibrio —explicó Mr. Foster—. Efectuar reparaciones en el exterior de un cohete en el aire es una tarea complicada. Cuando están de pie, reducimos la circulación hasta casi matarlos, y doblamos el flujo del sucedáneo de la sangre cuando están cabeza abajo. Así aprenden a asociar esta posición con el bienestar; de hecho, sólo son felices de verdad cuando están así. Y ahora —prosiguió Mr. Foster—, me gustaría enseñarles algún condicionamiento interesante para intelectuales Alfa-más. Tenemos un nutrido grupo de ellos en el estante número S. Es el nivel de la Primera Galería —gritó a dos muchachos que habían empezado a bajar a la planta—. Están por los alrededores del metro 900 —explicó—. No se puede efectuar ningún condicionamiento intelectual eficaz hasta que el feto ha perdido la cola.
Pero el director había consultado su reloj.
—Las tres menos diez —dijo—. Me temo que no habrá tiempo para los embriones intelectuales. Debemos subir a las Guarderías antes de que los niños despierten de la siesta de la tarde.
Mr. Foster pareció decepcionado.
—Al menos, una mirada a la Sala de Decantación —imploró.
—Bueno, está bien. —El director sonrió con indulgencia—. Pero sólo una ojeada.


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