REFLEXIONES EN LA BISAGRA: El hueco, por Vicent M.B. - Mayo 2012



A todo el mundo, en cualquier quehacer, le ha ocurrido alguna vez. Estar envuelto en el marasmo, en la lucha rutinaria por sacar algo adelante y, de repente, ver el hueco. El hueco tiene mil formas, es complejo. Pero por lo que tienen de común los recuerdos de infancia, es sencillo ejemplificarlo con el juguete predilecto de mi generación y las anteriores: el balón.

Es simple. Tan simple como recordar un partido cualquiera que se haya jugado. En mi caso, por haber nacido y crecido en un pueblo, un partido de fútbol. En mi pueblo no hubo canastas, ni puta falta que hacían, hasta que fui adolescente. De hecho, en el pueblo propiamente dicho, tampoco había porterías. El campo de fútbol municipal era un patatal sembrado de piedras a un kilómetro de la última casa, demasiado a desmano como para jugar por las tardes. Por tener, tenía hasta un cardo de medio metro de altura en el carril del ocho, atacando hacia la portería de las huertas, que jugaba a nuestro favor en los campeonatos de alevines: los defensas rivales lo esquivaban, pero la práctica nos había enseñado a los locales cómo pasar literalmente por encima con solo atizarle un punterazo previsor o, en casos de desespero, arramblarlo con las espinilleras sobredimensionadas que se estilaban a mediados de los noventa. Y, en caso de error, siempre quedaba una bonita marca con la que regodearse toda la semana recordando la jugada.

No teníamos porterías, pues. Así que jugábamos al lado de la iglesia, como en un frontón vasco, una portería delimitada por la puerta pequeñita de acceso al campanario y por la grande la iglesia, la de las procesiones. Y la otra portería, enfrente. Desalineadas. En pendiente. Cada una de un tamaño, con altura arbitraria y flanqueadas por bordillos. Pero incluso allí se podía ver el hueco. Entre una docena larga de piernas infantiles, con la cabeza gacha, de repente se veía un agujero. Y en ese preciso instante, había que meter la puntera y chutar recto.

Gol.

En aquellos años mi técnica futbolística se centraba en coger el balón en el centro del campo y salir cagando leches, escopeteado hacia delante. Una vez hube cambiado los entrenamientos reglados por el tabaco tuve que reinventarme para poder jugar pachangas o ligas universitarias con dignidad. Así que no tuve más remedio que acostumbrarme a levantar la cabeza. Y descubrí que se veían cosas. No hace mucho surgieron voces discordantes en torno a las capacidades de cierto futbolista de primer nivel. Nadie entendía qué cojones hacía en la alineación titular aquel mediocentro. Nadie excepto los que, en lugar de opinar, se dedicaban o habían dedicado a quemar tardes con las botas de tacos puestas. "Está ahí, simplemente", decían. "Es un paso, un paso adelante o atrás". Medio metro en un rectángulo de casi una hectárea. Y es importante porque el hueco mide menos de ese medio metro. Nadie sabe cómo surge. Y casi nadie sabe cómo hacer que no surja. Por eso era tan importante la intuición de ese leñero que, simplemente, estaba ahí. Yo, a un nivel mucho menor, he tenido sensaciones parecidas en un campo. Tener delante a un cabrón que te amarga la tarde. Que no se come los desmarques. Que deja que el extremo abra el campo sin dignarse a mirarlo. Que ni se inmuta cuando te doblan. Y allí estás tú, tap-tap-tap, esperando que se abra el hueco. Y no se abre

Ese es un hueco. El que, de repente, jugando a fútbol, ves. Y, a lo mejor, lo intuyes en un movimiento de rodilla del defensa. O una mirada al flanco que se le escapa. Y ves clarísimamente que ahí hay un pasillo. Te lanzas, pasas y, súbitamente, el fogonazo. La luz cegadora. Solo delante del portero. No sabes cómo, pero has visto claro que estaba hecho, que por ahí podías pasar. Ver el hueco te da la confianza para entrar, para girar sobre el balón o para rematarlo de cabeza de espaldas a la portería. Comprendes que una senda se ha iluminado, como las lucecillas de una pista de aterrizaje, y tu único trabajo es acelerar el tren para que se deslice sobre esos raíles.

De puro simple, es mucho más reconfortante la sensación de haberlo visto que la ejecución de la jugada.


Mi experiencia es que, en cualquier actividad de la vida, se llegan a presentar esos huecos. Claro, que para eso hace falta abandonar las carreras por la banda y pasarte una temporada sin saber muy bien qué hacer hasta que decides levantar la cabeza del puto suelo e intentar descifrar lo que tienes delante. Y entonces, esperar a que surja con la pierna cargada. En la música, por ejemplo, uno puede pasarse media vida intentando encontrar un estribillo hasta que una noche, esperando coger el sueño, aparece. Y, mentalmente, va corriendo entero, sin pausa: por el hueco se ha colado una canción entera. Y hay que darse prisa, porque es como aquellas láminas de las que surgía un dibujo en 3D si las mirabas fijamente: si parpadeas, si intentas detenerla un momento, se esfuma. Hay que seguir el impulso hasta que se desvanezca. Y si el momento surge encima del escenario es todavía más bestia. La banda entra en una espiral frenética en la que subes, subes, subes y al final el cuerpo va solo mientras el espíritu está en clímax.

Y después, claro, está cuando el hueco aparece al hablar con una mujer. Si es justo al bajar de un escenario, puedes aprovechar que el hueco ya está abierto. Caminas hacia ella como si estuviera encajonada en un pasillo estrecho del que ni puede ni quiere hacer nada por escapar. Y si no estás inmerso con la explosión de adrenalina y testosterona que da un directo -de la que ya intenté dar cuenta aquí mismo tiempo atrás-, no queda otra que levantar la cabeza y esperar a que el defensa dude. La estrategia dilatoria de siempre: charla, copas e intentos de coordinar sonrisas hasta que ves la oportunidad. A un buen amigo, veterano de más guerras de las que nunca soñé protagonizar, le basta con hablar al oído de la interfecta y, mientras le susurra alguna tontería sibilante subida de tono, le mira la piel del cuello, justo detrás del lóbulo de la oreja. Si la piel se torna de gallina, es la señal para pasar, sin pedir permiso, a darle un lametón en la yugular, y de ahí directamente al labio inferior. Dice que nunca le ha fallado. Yo, por falta de luz o de luces a las horas en las que suelo llevar a cabo esas maniobras, nunca he conseguido distinguir si a mis interlocutoras se les eriza el vello o no, pero guardo con deleite recuerdos de caras que se giran lentamente, como buscando que les hables a los labios en lugar de al oído. De pechos que buscan el contacto con el brazo, o de manos que, con el pulgar firme en la cintura, dejan caer el resto de los dedos un poco más abajo, despacio. El hueco, de nuevo. Y como tantas tardes en el parqué, esos son los momentos más deliciosos. Los de la certeza más allá de la posibilidad. Los de saberse ganador. Solo hay una cosa mejor que follar: saber que vas a follar. El hueco, de nuevo. Aquí, aquí.

Eso es el hueco en los placeres de la vida. Y llegado al punto en el que estoy, mezclando extrapolación con pura intuición, supongo que tengo que buscar el hueco en la vida misma. Ya no vale aquello de agachar la cabeza, apretar a correr y no preocuparse de nada más que de llegar a la línea de fondo. La vida programada se cerró al cumplir los 30. Y así estoy, mirando al frente, oteando el futuro y esperando un gesto del central o un riff que me erice. Ahí sabré que es el momento de atacar de nuevo. Es desesperante el saber que ni puedo seguir a los que pasan corriendo a mi lado ni soy capaz de distinguir el escalofrío en la muchacha con la que quemo la noche. Pero el hueco está ahí. Solo hay que esperar a que aparezca, aunque sea durante otro año entero como el que llevo aquí quejándome.


Y, por supuesto, no achantarse al verlo.

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